Érase que se era, en un país lleno de mitos y leyendas, de cuya existencia discuten los sabios, había un hombre, el más importante y el que los representaba a todos, que se vio inmerso en un gran escándalo.

Habían aparecido por los rincones, en paredes y puertas, y doquiera que hallaran un lugar propicio, cientos, miles, millones de pasquines que le acusaban a él y a los integrantes de su mesa de gobierno, de haber caído en el pecado de la codicia, en el error del engaño y en la infamia de robar a los demás para provecho propio.

Pasquín clavado en una puerta

Los tribunales de aquel legendario país empezaron a investigar cuánto de veraz y cuánto de incierto había en aquello.

Pero, ¿qué hizo ese gran señor, el más importante de aquellas tierras, cuna de mitos y leyendas? Consultó con su mesa de gobierno y consultó con los sabios; todos le decían que tenía que negar las acusaciones sin más explicaciones. Las buenas gentes, al fin y al cabo, siempre habían confiado en él, así que nada habría que temer. Mas él no estaba convencido.

Una voz se alzó de entre todas. No era la más profunda, ni la más fina, ni siquiera era un grito o un susurro. En verdad, era la de una niña, la hija de uno de los sirvientes en la gran casa del gran señor. Solo dijo: “Si mentís, si no confiáis en vuestro pueblo, ¿por qué él habría de confiar en vos y en vuestra palabra?”.

Tras ello, se hizo un gran silencio en la sala. La niña había acertado en su apreciación, era evidente, por mucho que les doliera a la mesa de gobierno y a los sabios.

El gran señor, entonces, mandó llamar a su mano derecha, un joven cuyas apreciaciones en diversas materias siempre habían sido certeras, pues estaba dotado de un sentido común fuera de lo habitual por aquellos lares.

Cuando apareció, se le puso en antecedentes aunque él, como todo el pueblo, ya sabía lo ocurrido y había leído uno de los cientos, miles, millones de pasquines que inundaban la ciudad, fijados en puertas, paredes y doquiera otro sitio donde se mirara. Lo único que se le omitió fueron las palabras de la niña.joven consejero

El joven dijo: “Gran señor, ante todo, habéis de confiar en vuestro pueblo. Las personas son inteligentes, cada cual a su modo, y comprenden las cosas. No habéis de engañarlas porque, gran señor, se coge antes a un mentiroso que a un cojo, y de todos es esta sentencia bien sabida”.

“Quisiera haceros una única pregunta: aquello de lo que se os acusa a vos y a vuestra mesa de gobierno, ¿es cierto o falso? Y, por favor, es necesario que me habléis con verdad pues yo no os juzgo sino vuestra conciencia”.

Falso -respondió el gran señor- Os doy mi palabra de honor de que lo es”.

“En tal caso, mi señor -continuó el joven-, nada habéis de temer. Convocad a vuestro pueblo en la mayor plaza del país, poneos en medio de ellos y hablad así: Pueblo mío, me tenéis por el más importante de entre vosotros y yo os tengo por mi más preciado tesoro. De todos es conocido lo que de mí y de mi mesa de gobierno, la vuestra, se dice, y que los tribunales están investigando su veracidad. Pero antes de que las diligencias sigan su curso, quiero aseguraros que tales acusaciones son inciertas. Aunque sé que vosotros no necesitáis explicaciones de mí para creerme, pues me conocéis bien y por eso me habéis puesto a la cabeza de este país, siento que es mi deber dároslas, al ser la persona en la que confiáis”.

el gran señor ante su pueblo

A vuestra disposición, en mi casa, os dejo todas las cuentas, ingresos y gastos, hasta el más mínimo céntimo. Mi mesa de gobierno hará lo propio en sus moradas, que todos conocéis: estarán abiertas para vosotros”.

“Asimismo, les he emplazado, y me incluyo, a que si cualquiera de nosotros o de nuestras esposas o esposos resulta imputado en los tribunales, dimitirá de su cargo de forma inmediata e irrevocable”.

“Además, apremio al autor o autores de los pasquines causantes de estos enojos, a que presenten las pruebas que demuestren la implicación de mi mesa de gobierno y de mí mismo, en los hechos de los que se nos acusa. De esta forma, la justicia hará lo que le es propio con todas las pruebas a su alcance”.

Justicia

“Y luego, gran señor -terminó el joven-, dejad que las buenas gentes de aqueste lugar os pregunten lo que crean menester y responded de forma directa y guiándoos únicamente por la verdad”.

Los hombres y mujeres de la mesa de gobierno empezaron a protestar porque aquel esfuerzo y someter al gran señor al escrutinio de su pueblo, les parecía absurdo y que podría ser ocasión para diversos desórdenes.

El gran señor miró al joven pero se dirigió a la niña: “Pequeña, ¿a ti qué te parece?”.

Esta respondió: “Gran señor, estoy de acuerdo con el joven. Si no tenéis nada que ocultar, nada es lo que habréis de temer. Yo tengo fe en vos”.

El gran señor, que también era un hombre sabio, al punto decidió. Ordenó que se hicieran los preparativos tal y como le había aconsejado el joven y todo se llevó a cabo. Las buenas gentes del lugar, a partir de ese momento, respetaron y admiraron aún más al gran hombre que no les pidió fe, sino que les dio confianza.

Y colorín, colorado, este cuento ¿se ha acabado?