Los modales de los niños suelen ser un fiel espejo en el que se reflejan los de sus padres. Por supuesto, como en todo, hay excepciones pero lo más habitual es que sea así. ¿Hay algo más molesto que estar comiendo en un restaurante con un diablillo maleducado en la mesa que está junto a la tuya?
Recuerdo, cuando era un mico de apenas dos palmos de alta, que mis padres solían quedar con amigos los fines de semana para tomarnos el aperitivo. A veces venían más niños y a veces estaba yo sola con los adultos, lo que era un auténtico calvario porque me aburría mucho.
La cosa es que estábamos todos sentados en la mesa de un bar o en la terraza, según el tiempo, con nuestras bebidas (en mi caso, agua o algún refresco), y nos ponían unos platos que se me antojaban superapetitosos, sobre todo el chorizo y las gambas, mis verdaderas pasiones de aquellos tiempos.
Aún a mis poquísimos años, tenía cinco puntos muy claros: cuando conversaban los adultos, los niños no intervenían en la conversación a menos que se dirigieran a ellos directamente; no se hablaba con la boca llena; prohibido tocar los aperitivos hasta que papá o mamá dieran permiso y coger una pieza cada vez; nada de jugar con la comida ni con la bebida; y solo me podía levantar de la mesa si ellos me lo permitían.
Incluso en un momento tan de relax como puede ser el que describo, las normas se cumplían y bastaba una simple mirada de mi padre para saber que algo había hecho mal, ni siquiera era necesario que abriera la boca.
Si estaba yo sola, vale, pero cuando venían amiguitos, era más complicado. Ellos se movían, se atiborraban de comida, hablaban con la boca abierta, hacían pompas con la pajita en la bebida, se levantaban y se sentaban sin el permiso de nadie, etc., por mucho que sus padres les echaran la bronca… o no. Sin embargo, yo tenía tan interiorizadas las reglas que ni me planteaba por un momento desobedecerlas, aunque me daban cierta envidia porque parecía que se lo estaban pasando genial. En el caso de que fueran mis primos, como la educación era muy similar, éramos una mesa modelo.
Además, como he sido bastante independiente desde chiquitina, en cuanto me fue posible, me negaba a que mi madre me diera de comer. Cogía mis cubiertos yo sola y, salvo partir la carne, que era más complicado al principio, me empeciné en tomar los alimentos por mí misma. Y también comía de todo. Una vez se me ocurrió decir, a mediodía, que no me gustaban las lentejas, plato que había ingerido varias veces antes, y me quedé en ayunas hasta la hora de la cena en que, como no, me pareció que estaban deliciosas.
¿En qué nos diferenciábamos los otros niños y yo? Nuestros padres vivían en un barrio obrero en el extrarradio de Madrid, íbamos a colegios similares o al mismo, nos movíamos por idénticos sitios,… Cuando la reunión se trasladaba a las casas, luego de ser algo más mayor, empecé a darme cuenta de las razones.
La hora de comer, en mi familia, es un momento de conversación. A mediodía, a lo mejor, se encendía la televisión para ver los informativos y luego se apagaba. Ahí los niños no teníamos ni voz ni voto: se ponía el canal que los padres consideraban oportuno. Por la noche, en la cena, nada de tele. Nos contábamos cómo había ido el día y dialogábamos.
Mientras estábamos sentados a la mesa, mis padres me enseñaban las normas de urbanidad básicas y ellos mismos eran los primeros en cumplirlas; así que el ejemplo lo tenía delante, solo era necesario que lo copiara, justo en el momento en el que los niños somos verdaderas esponjas que emulamos a los adultos. Por supuesto, el que estuvieran presentes invitados o no, daba igual. Y eso podríamos decir que lo mamé desde que nací.
Mis padres ni eran más ni menos que el resto, ni eran especialmente estrictos, ni especialmente cultos pero sí inteligentes: tenían muy claro que con educación (y no me estoy refiriendo a la formación que te dan en el colegio), respeto y sentido común se puede ir a cualquier sitio y alternar con cualquier persona.
Siendo una “niña trasto” como era, que me escapaba de la vista de mis mayores con una facilidad pasmosa, que destrocé casi todos los juegos de vajilla, cristalería y café que tenían mis progenitores en una de mis travesuras, que hacía agujeros en las paredes de las casas de mis tíos,… jamás mis padres se avergonzaron de mi comportamiento ni en privado ni ante terceros. ¿Por qué? Es evidente: me daban la suficiente libertad para crecer pero con una serie de reglas estrictas que si incumplía, significaban un castigo inmediato o la promesa segura de recibirlo en cuanto fuera posible. Y, además, no se me retiraba.
Por ejemplo, una vez, en plena adolescencia, estuve sin salir una semana. Los siete días anteriores había llegado cinco minutos tarde a casa respecto a la hora que tenía fijada. Entonces me avisaron de que si volvía a incumplirla, la duración sería de un mes. Me enseñaron así la importancia de la puntualidad como forma de respeto a los demás.
Perdona porque me está saliendo un artículo muy personal y un pequeño homenaje a mis padres pero creo que implica una especie de manual de buenos modales en la mesa que los pequeños pueden (y deben) cumplir igual que los mayores. Si yo lo hice y ellos consiguieron enseñármelos, los demás también. Te las resumo en este decálogo:
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Hay que predicar con el ejemplo desde pequeñitos e ir señalando los puntos importantes, según la edad de los niños. Las normas no se suavizan sea la situación que sea: las tienen que interiorizar.
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Fuera la televisión. Es un momento de relax, para compartir y para conversar. Si se enciende, son los padres los que eligen el canal, pero mejor evitarlo.
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En cuanto son capaces de sentarse a la mesa, deben comer por ellos mismos en la medida de sus posibilidades, incluso con la servilleta en las piernas. En caso contrario, es mejor utilizar un babero hasta que se acostumbren.
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Antes de nada, es obligatorio lavarse las manos.
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Nadie se levanta sin pedir permiso antes o bien sin que finalice la comida. Y enseñarles la fuerza del «por favor» y del «gracias».
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Se empieza a comer cuando todo el mundo está servido y hay que dejar el plato vacío. Nada de chupar los cubiertos o los propios platos.
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Con los alimentos y con la bebida, está prohibido jugar.
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Nunca hablar con la boca llena. Los gases, toses y estornudos se expulsan con la servilleta en la boca y la cabeza girada, fuera de la mesa, y en el primer caso, con la boca cerrada e intentando hacer el menor ruido posible.
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En la hora del aperitivo, los niños solo podrán comer los alimentos según les vayan dando permiso sus padres, y además, cogerlos de uno en uno cada cierto tiempo y sin atiborrarse.
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Si los adultos están hablando, los niños no intervienen, a menos que la conversación vaya con ellos y se les pregunte de forma directa.
Esto es lo básico y lo que evitará a la familia pasar por situaciones en las que se les ponga roja la cara, e incluso que decidan no salir a comer fuera para evitar la vergüenza. Por supuesto, hay mucho más, como el orden de los cubiertos o beber tras haberse limpiado la boca con la servilleta, pero poquito a poco.
¿Qué otras normas agregarías a las expuestas? ¿Tienes alguna anécdota personal sobre los modales de los niños en la mesa? Gracias, como siempre, por comentar y por compartir.
María Rubio
Un post muy instructivo, como hija mi experiencia fue muy similar a la tuya. Como madre soy consciente de que no es una tarea fácil, exige paciencia, mucha paciencia, hay que insistir una y otra vez, a pesar del cansancio, de que cada hijo responde de una forma diferente según su carácter y de que todo lo que haces en casa poco tiene que ve con comportamientos que luego observan fuera de ella. Pero a pesar de las dificultades creo que hay que intentarlo porque cuando consigues un avance, por pequeño que sea, la satisfacción es grande.
También añadiría una norma para padres que confieso haberme saltado en más de una ocasión, pero que intento cumplir cada vez más: No darles el móvil para que no molesten cuando sales a comer fuera. El fin no siempre justifica los medios.
Feliz día
Un buen consejo, Belén. Todos somos conscientes de que es complicado y, desde aquí, toda mi admiración a los padres. En ocasiones, es difícil sustraerse a dejarles el móvil o la tableta para que estén tranquilos. Si es la excepción, hay ocasiones en que es necesario. Desde ki punto de vista, lo malo es cuando se hace de forma habitual.
Mil gracias por tu comentario y por tu aportación, siempre interesante. Un besote, Belén.